El Gobierno de Javier Milei implementa un perverso incentivo para acelerar el vaciamiento del Estado: bonos salariales para quienes reduzcan más puestos de trabajo. La medida, que afecta a 50.000 trabajadores, generó un fuerte rechazo sindical y expone la brutalidad del ajuste libertario.
Con una resolución publicada en el Boletín Oficial, el Gobierno nacional oficializó la entrega de unidades retributivas adicionales a funcionarios que lideren despidos masivos en la administración pública. Mientras la Casa Rosada festeja su «racionalización del gasto», los gremios denuncian una «caza de brujas» para reducir el Estado a su mínima expresión y beneficiar a la casta política con fondos públicos.
La máxima de Javier Milei se materializa en su forma más despiadada: el ajuste no es sólo un objetivo, sino un negocio. Con una decisión administrativa que rozaría el absurdo si no fuera trágica, el Gobierno estableció que los funcionarios que logren reducir más empleados públicos recibirán un plus salarial. Lejos de avergonzarse, la Casa Rosada defiende la medida con un cinismo brutal: «No nos sonroja», aseguran desde Balcarce 50.
El mecanismo es tan perverso como eficaz para cumplir con la utopía anarcocapitalista de destruir el Estado. La resolución establece que se podrán asignar unidades retributivas adicionales a «las autoridades superiores incorporadas al régimen de Gabinete de Asesores» en función del ahorro presupuestario generado por la reducción de personal. En otras palabras, quienes despidan más empleados recibirán más dinero.
Para comprender la magnitud del atropello, basta con hacer algunos números. Según los cálculos sindicales, en la Secretaría de Trabajo hubo una reducción de 700 empleados en los últimos meses. Si se toma el valor actual de la Unidad Retributiva (UR), que en diciembre era de $783, el «ahorro» generado por estos despidos se traduce en un premio de más de 64.000 UR adicionales, es decir, unos 52 millones de pesos que podrán ser repartidos entre las autoridades superiores del organismo. La ecuación es sencilla: por cada trabajador despedido, el ajuste se convierte en un botín a repartir entre los ejecutores del recorte.
El 31 de marzo será una fecha clave en este plan de exterminio laboral. Ese día vencen más de 50.000 contratos en la administración pública y el Gobierno ya avisó que no serán renovados. Para los funcionarios que se aferren a la narrativa de la «eficiencia estatal», esta masacre laboral representará una lluvia de bonos salariales. Para los trabajadores y sus familias, significará el desempleo, la angustia y la incertidumbre.
La decisión generó un fuerte repudio por parte de la Asociación de Trabajadores del Estado (ATE), que convocó a un paro y movilización para este jueves. «Es una escandalosa decisión del Gobierno. Le están pagando a algunos funcionarios para hacer el trabajo sucio de destruir el Estado. Es un Gobierno de mercenarios», denunció Rodolfo Aguiar, secretario general de ATE.
El sindicato denuncia que esta medida se traduce en un «desvío de fondos en detrimento del pueblo». Mientras los salarios estatales están congelados y el Ejecutivo niega la reapertura de paritarias, los funcionarios de segunda y tercera línea serán premiados con sumas adicionales que, en algunos casos, les permitirá alcanzar ingresos similares a los de un ministro. «En la administración pública el malestar es creciente en todo el país. Esta gente vino al Estado sólo a llenar sus bolsillos», sentenció Aguiar.

Desde el oficialismo no sólo defienden la medida sino que la exhiben como un logro. «Reducir el tamaño del Estado es uno de los principales objetivos que nos trazamos y en eso estamos», afirman con orgullo en la Casa Rosada. El ajuste es, para el mileísmo, el propósito final, un dogma incuestionable que justifica cualquier método, incluso el de incentivar la destrucción del empleo público con premios monetarios.
Esta política revela, además, la falacia del discurso libertario sobre la «meritocracia». En el sector privado, las bonificaciones suelen estar atadas a la productividad, a la eficiencia o al cumplimiento de objetivos. En el universo distópico de Milei, la recompensa no se obtiene por mejorar el servicio público o por hacer una gestión más eficaz, sino por achicar el Estado hasta su mínima expresión. El incentivo es despedir, desmantelar, destruir.
En este contexto, ATE anunció que exigirá la renovación automática de los 50.000 contratos que vencen a fin de mes y también reclamará la reapertura de paritarias. «Con aumentos que se han ubicado sistemáticamente por debajo de la inflación, la mayor parte de los ingresos en el sector público quedaron por debajo de la línea de pobreza», advirtió el gremio.
La crisis del empleo público bajo la administración Milei no es casual ni colateral. Es el corazón mismo del proyecto de gobierno. Un Estado reducido a su versión mínima, una burocracia paralizada y una economía que premia a los verdugos del ajuste. Mientras la oposición política sigue atrapada en sus propias disputas, el mileísmo avanza sin frenos en su agenda de devastación.
Lo que está en juego no es sólo el empleo de miles de trabajadores, sino la esencia misma del Estado como garante de derechos. La pregunta que se impone es si la sociedad aceptará esta transformación sin resistencia o si, como en otras oportunidades, la calle se convertirá en el último dique de contención contra la barbarie neoliberal.
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