El CONICET, símbolo del desarrollo científico nacional, enfrenta su mayor amenaza: un plan de desmantelamiento que incluye recortes presupuestarios, limitación de ingresos y la posible fragmentación de su estructura. Detrás de esta avanzada, se esconde una lógica de desprecio hacia el conocimiento y la soberanía científica.
El gobierno de Javier Milei ha decidido que la ciencia es un gasto prescindible. En su cruzada libertaria, el presidente argentino apunta ahora contra el Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET), un organismo que ha sido pilar del desarrollo científico en Argentina y que hoy se encuentra en la mira de un plan de desguace tan brutal como silencioso.
El plan comenzó a evidenciarse tras una reunión entre Daniel Salamone, titular del CONICET, y Federico Sturzenegger, el arquitecto del ajuste económico disfrazado de «desregulación». Lejos de calmar las aguas, el encuentro encendió las alarmas en la comunidad científica: se avecina un decreto que podría traspasar áreas del organismo a las provincias, fragmentar su estructura y asestar un golpe letal a la investigación en múltiples disciplinas.
Salamone, lejos de defender el bastión científico, optó por el silencio. Se refugió en su despacho, cortó el diálogo con el directorio y abandonó incluso el grupo de WhatsApp que compartía con otros directores. Esta actitud refleja no solo la falta de liderazgo, sino la complicidad con un plan que amenaza con destruir décadas de trabajo e inversión en ciencia y tecnología.
El decreto impulsado por Sturzenegger buscaría reducir el presupuesto del CONICET, limitar los ingresos a la carrera de investigador y modificar su esquema de financiamiento. La ley Bases le da al gobierno un margen de maniobra para implementar estas reformas sin pasar por el Congreso. Entre las medidas más preocupantes se encuentra la posibilidad de derogar el estatuto de la carrera del investigador por decreto, lo que permitiría cambios en los regímenes de compatibilidad laboral. Esto obligaría a los científicos a buscar empleos complementarios para sobrevivir, reduciendo así su dedicación a la investigación.
Pero el ajuste no se detiene allí. Se proyecta la fusión del CONICET con otros organismos de ciencia y tecnología, como el INTA, el INTI y la CONAE, en un intento por reducir la «planta estatal». Se habla incluso de provincializar el CONICET, un retroceso similar al que sufrió el sistema educativo durante el menemismo. Esta fragmentación no solo debilitaría la capacidad de abordar problemáticas nacionales estratégicas, sino que pondría en riesgo la continuidad de proyectos de alto impacto.
Otro de los blancos del gobierno son las ciencias sociales y humanas, que representan aproximadamente el 25% del CONICET. La intención sería expulsarlas del organismo y traspasarlas a las universidades nacionales, bajo el argumento de que no son «ciencias duras». Esta medida, además de arbitraria, refleja una visión reduccionista del conocimiento, ignorando el papel crucial de estas disciplinas en la comprensión de fenómenos complejos que afectan a la sociedad.
El trasfondo de esta ofensiva tiene tintes personales. Durante el gobierno de Alberto Fernández, Sturzenegger intentó ingresar al CONICET en una categoría alta, pero su solicitud fue rechazada por no cumplir con los requisitos de formación de recursos humanos. Hoy, desde su posición de poder, parece cobrar venganza contra una institución que se atrevió a cuestionar su trayectoria académica.
El desguace del CONICET no es solo un ataque a la ciencia. Es un ataque a la soberanía, al desarrollo y al futuro del país. La comunidad científica ya ha levantado la voz, pero el silencio cómplice de las autoridades del organismo y la indiferencia del gobierno auguran tiempos oscuros para la investigación en Argentina. La pregunta que queda en el aire es: ¿quién defenderá el conocimiento cuando el Estado lo abandona?
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