El pasado jueves, un incendio consumió buena parte del archivo central de Apross, la obra social de los empleados públicos de Córdoba. El hecho, rápidamente calificado como «accidental» por las autoridades, se convirtió en pocas horas en un símbolo del encubrimiento, la impunidad y las redes de poder que manejan los hilos invisibles de la provincia.
(Por Walter Onorato) Según la versión oficial, un desperfecto eléctrico habría iniciado las llamas. Pero desde adentro, voces reservadas señalan otra posibilidad: el incendio como mecanismo para eliminar documentos comprometedores ligados a licitaciones irregulares, contrataciones fraudulentas y vínculos entre Apross y empresas satélite del poder político cordobés.
El incendio de Apross no es un caso aislado. En 2013, la sede de la Policía Judicial ardió en circunstancias similares. En 2016, fue el archivo del Ministerio de Finanzas. En todos los casos, las investigaciones terminaron diluidas. Hoy, el patrón se repite: se incendian papeles, se apagan causas.
Apross está bajo la lupa desde hace años. Desde sobreprecios en medicamentos hasta vínculos con empresas fantasmas que proveen servicios médicos. A mediados de 2023, una auditoría interna reveló irregularidades millonarias. Pero esa auditoría, según trascendidos, estaba archivada… en la oficina que se incendió.
Más aún, fuentes judiciales aseguran que había oficios pendientes enviados por la Fiscalía Anticorrupción, en el marco de investigaciones por presunto desvío de fondos. Todo eso, desapareció entre las llamas.
Un silencio que quema: Ni el gobernador Martín Llaryora ni la ministra de Salud, Gabriela Barbás, ofrecieron una explicación sólida. La conferencia de prensa fue breve, esquiva y sin preguntas. Ningún funcionario se presentó en el lugar. La fiscalía de turno tardó más de 24 horas en dar acceso a peritos independientes. Mientras tanto, las imágenes del fuego viralizaban el malestar: «no fue un accidente, fue un aviso».
¿Encubrimiento por omisión o por acción?
Encubrir no siempre requiere apagar sirenas. A veces basta con callar, distraer, demorar. Las cámaras de seguridad del edificio misteriosamente «no grabaron». Los empleados no fueron evacuados a tiempo. El cortafuegos no funcionó. Las pericias no estuvieron listas hasta que la escena fue arrasada por los bomberos.

¿Quién gana con el fuego?
Tal vez la pregunta más incómoda de todas. Las investigaciones internas apuntaban a empresarios cercanos al oficialismo provincial. Algunos de ellos, beneficiarios de licitaciones directas en la era Schiaretti que continuaron sin licitación alguna durante la transición a Llaryora.
En Córdoba, el poder se hereda, no se conquista. El cordobesismo –esa entelequia que mezcla peronismo desideologizado, marketing político y aparato judicial propio– construyó su hegemonía sobre un pacto de silencio. En ese contexto, Apross es más que una obra social: es una caja, un botín, un secreto.
En nuestro país donde ya tenesmo la experiencia de Iron Mountan, los papeles se queman más rápido que las responsabilidades. Donde la Justicia tarda más que el humo en disiparse. Y donde la ciudadanía, cada vez más empobrecida y desilusionada, empieza a entender que detrás de cada incendio hay algo más que madera.
La sospecha no nace del fuego, nace de su conveniencia. ¿Por qué justo ahora? ¿Por qué justo ahí? ¿Por qué no hay culpables ni detenidos? ¿Por qué se quemaron sólo las oficinas sensibles?
El incendio en Apross debe ser investigado a fondo, con peritos independientes, con veedores civiles y con urgencia. De lo contrario, no estaremos ante un caso aislado, sino frente a un patrón de impunidad institucionalizada.
Y si la Justicia no actúa, será la historia quien tome nota.

Defraudación Calificada: Son 21 los detenidos por la estafa a la obra social de los estatales
Una red de corrupción médica desangra el sistema de salud en Córdoba
Mientras el gobierno nacional recorta presupuesto en salud y pregona eficiencia, en Córdoba estalla un escándalo que pone en jaque la seguridad sanitaria: 21 detenidos por una trama de recetas falsas, medicamentos robados y un sistema vulnerable a la corrupción.
Una investigación judicial destapó una red criminal que falsificaba recetas médicas para obtener medicamentos de alto costo destinados a pacientes con enfermedades crónicas, utilizando identidades robadas y complicidades internas. El caso deja al descubierto cómo la precarización de los controles estatales y el ajuste generalizado abren la puerta a delitos que lucran con el sufrimiento ajeno, mientras el gobierno de Javier Milei profundiza el desmantelamiento del Estado y sus funciones esenciales.
La salud pública vuelve a ser escenario de saqueo y corrupción, pero no bajo el lente de la eficiencia ni de la tan mentada «motosierra» libertaria. En Córdoba, una red de falsificación de recetas médicas logró desviar medicamentos valuados en millones, aprovechándose de los vacíos del sistema, del debilitamiento institucional y de la ceguera selectiva de un gobierno nacional más interesado en cerrar números que en garantizar derechos.
Veintiún detenidos, 500 millones de pesos en perjuicio estimado, medicamentos de uso crónico —diabetes, oncología— robados con identidades falsas, documentos adulterados, farmacias cómplices, dispositivos electrónicos utilizados para emitir recetas en nombre de personas fallecidas, y todo esto durante al menos dos años. No se trata de una película de ficción, sino de la realidad descarnada que atraviesa la Administración Provincial del Seguro de Salud (Apross), la obra social de los estatales cordobeses, hoy víctima y símbolo del colapso que se gesta cuando el Estado deja de ser garante para convertirse en botín.
La investigación, a cargo del fiscal José Bringas, comenzó a principios de febrero tras la denuncia del propio Directorio de Apross, que detectó irregularidades sistemáticas en las recetas emitidas a nombre de afiliados reales que jamás solicitaron medicamentos. La mecánica del fraude combinaba la falsificación de DNI, recetas y documentos electrónicos, con la presentación de estos elementos adulterados en farmacias de la ciudad para retirar insulina, tiras reactivas y otros insumos de altísimo costo.
No hablamos de descuidos ni de errores administrativos. Se trata de una organización delictiva con logística, recursos y conexiones: fotocopias de documentos manipulados digitalmente, sellos médicos apócrifos, recetas impresas con software específico, teléfonos de contacto para el retiro de medicamentos, direcciones falsas, y dispositivos desde los cuales se emitían prescripciones electrónicas a nombre de pacientes ya fallecidos. Todo un ecosistema criminal que no hubiera prosperado sin la ineficacia —o connivencia— de una parte del aparato institucional.
Durante los allanamientos se secuestraron impresoras, computadoras, sellos, millones de pesos en efectivo y una cantidad enorme de medicamentos que jamás llegaron a sus destinatarios legítimos. Se identificaron domicilios vinculados a la banda y se descubrió incluso la participación de personal del sector salud: entre los detenidos, una enfermera de una clínica privada. No es un dato menor. El sistema fue vulnerado desde adentro, y eso obliga a repensar las responsabilidades más allá de los eslabones visibles.
Pero el verdadero telón de fondo de este caso no es solo la delincuencia organizada: es el abandono institucional. Mientras la gestión de Javier Milei predica la «eficiencia del mercado» y recorta presupuestos esenciales, estos casos de corrupción explotan como síntoma de un modelo que desmantela los mecanismos de control, supervisión y auditoría del Estado. La salud pública, lejos de ser un servicio estratégico, ha pasado a ser una trinchera vacía donde las mafias encuentran campo fértil.
¿Qué tipo de control puede garantizar un gobierno que desfinancia al sistema sanitario? ¿Qué eficacia se puede esperar de un Estado cuya narrativa repite que todo lo público es un gasto inútil? Este fraude no ocurrió en el vacío: se incubó en un contexto donde el Estado fue deliberadamente desarmado, debilitado, empobrecido. Lo que en teoría debía ser un proceso de «adelgazamiento», en la práctica habilitó el saqueo y la impunidad.
Además, el silencio político ante el escándalo es ensordecedor. Ningún funcionario nacional se ha pronunciado sobre un hecho de esta magnitud, pese a que involucra directamente al sistema de salud, a la protección de datos personales, a la integridad de las farmacias y a los derechos de pacientes con enfermedades crónicas. ¿Dónde está la defensa de la “libertad” cuando ciudadanos vulnerables son usados como carnada en fraudes millonarios? ¿Qué hace el Ministerio de Salud de la Nación mientras el sistema se convierte en botín?
La respuesta, por ahora, es el silencio. La misma pasividad que acompaña cada ajuste brutal, cada recorte, cada veto presidencial a leyes que buscan garantizar derechos. La misma ceguera ideológica que permite que los sectores más precarizados paguen el precio del “sinceramiento económico” mientras las redes criminales encuentran nuevas vetas de enriquecimiento ilícito.
La estafa contra Apross es un espejo de lo que ocurre cuando se deslegitima la función pública y se desarticulan los sistemas de control estatal. Y aunque la investigación judicial avanza, lo cierto es que la responsabilidad política trasciende a los autores materiales del delito. Porque detrás de cada receta falsa hay un recorte, un despido, una política deliberada de vaciamiento.
En definitiva, esta red de corrupción sanitaria no es un hecho aislado: es una advertencia. Mientras el gobierno de Javier Milei concentra sus esfuerzos en dinamitar el Estado desde adentro, los buitres de siempre se organizan para robar en las sombras. Porque donde el Estado retrocede, no llega el mercado: llegan las mafias.
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