Cuando el poder Ejecutivo desobedece al Judicial, la democracia tambalea. Si además lo hace para reprimir a viejos, el Estado de Derecho se convierte en una farsa.
En vísperas de la marcha de los jubilados, el gobierno porteño y el nacional redoblan su desafío a un fallo judicial que limita la intervención de fuerzas federales. Patricia Bullrich, en un acto de abierta insubordinación institucional, afirmó que no acatará la orden del juez Roberto Gallardo. Jorge Macri, por su parte, se sumó con un recurso que desprecia el principio de división de poderes. Lo que está en juego ya no es solo la represión de una protesta, sino la viabilidad misma del pacto democrático.
El gobierno de la Ciudad de Buenos Aires, conducido por Jorge Macri, y el Ministerio de Seguridad de la Nación, comandado por Patricia Bullrich, están protagonizando un nuevo capítulo en la crónica de autoritarismo y desprecio por los límites institucionales que caracteriza al oficialismo. Lo que comenzó como una resolución judicial destinada a proteger el derecho constitucional a la protesta terminó por revelar la verdadera matriz del poder que hoy gobierna: el de quienes se sienten por encima de la ley y dispuestos a utilizar el aparato represivo del Estado para sofocar el descontento social, incluso cuando este provenga de los sectores más vulnerables, como los jubilados.
El fallo del juez Roberto Gallardo, dictado a partir de un pedido de la CGT y la UTEP, ordenaba al Ministerio de Seguridad de la Nación abstenerse de intervenir en la movilización de este miércoles, salvo en los estrictos límites de su competencia federal. Esto implicaba que el operativo debía quedar en manos de la Policía de la Ciudad. La decisión judicial no solo se ajusta al marco legal y constitucional, sino que responde a hechos concretos: en la marcha del 12 de marzo, las fuerzas federales a cargo de Bullrich reprimieron brutalmente a manifestantes, detuvieron a 114 personas —muchas de ellas al voleo— y provocaron heridas al fotógrafo Pablo Grillo, todo sin autorización judicial ni justificación institucional.
Sin embargo, lejos de acatar el fallo, Bullrich redobló la apuesta. Denunció al juez Gallardo por «mal desempeño» ante el Consejo de la Magistratura y dejó en claro que desobedecerá su resolución porque “ese es su deber”. La ministra no explicó a quién responde su “deber”: si a la Constitución Nacional o al proyecto autoritario de Javier Milei, que ha convertido la violencia institucional en política de Estado. Su declaración no es un exabrupto; es una afirmación explícita de que, para ella, la ley es un obstáculo menor en el ejercicio de la fuerza.
Por su parte, Jorge Macri se plegó al operativo de desprestigio judicial. Apeló la medida de Gallardo tildándola de “nula”, “arbitraria” y carente de “fundamentación”, al tiempo que solicitó su urgente tratamiento ante la Cámara en lo Contencioso Administrativo, Tributario y de Relaciones de Consumo. Más aún, el jefe de Gobierno porteño despreció abiertamente la posibilidad de coordinar un operativo ajustado a derecho. “Una manifestación es un fenómeno dinámico. Imaginar que alguien detrás de un escritorio pueda decir cuándo actúa una fuerza y cuándo la otra, me parece forzado”, dijo. Con esas palabras, Macri no solo relativiza el cumplimiento de la ley, sino que habilita una zona gris para que las fuerzas actúen sin límites ni responsabilidades claras.
En otras palabras, mientras la Justicia intenta fijar un marco legal para que el derecho a la protesta no sea vulnerado, los funcionarios públicos del macrismo-libertario se arrogan el derecho a decidir cuándo y cómo usar la represión, por fuera del Estado de Derecho.
No se trata de una mera diferencia jurídica. Lo que está en juego es la vigencia de un principio básico de cualquier democracia moderna: el de la división de poderes. Bullrich y Macri están configurando un escenario en el que el Ejecutivo se coloca por encima del Judicial, una situación de insubordinación institucional que, de consolidarse, marcaría el inicio de una democracia meramente formal, vaciada de contenido, donde la ley solo rige para los débiles.
Lo más alarmante es que todo esto ocurre en el contexto de una marcha de jubilados. No son piqueteros encapuchados ni grupos insurgentes: son adultos mayores, muchos de ellos víctimas del ajuste brutal que el gobierno libertario ha implementado, despojándolos de medicamentos, bajándoles las jubilaciones en términos reales y destruyendo el poder adquisitivo que supieron construir con décadas de trabajo. Reprimir una manifestación de jubilados no solo es ilegal: es indecente.
Resulta obsceno ver a Bullrich proclamando “orden” y “legalidad” mientras desprecia una orden judicial. Resulta insultante escuchar a Jorge Macri hablar de “seguridad” mientras pisa el derecho a la protesta y caricaturiza la institucionalidad como un escritorio burocrático. Resulta inaceptable que quienes se dicen defensores de la República sean, en realidad, sus principales verdugos.
El fallo de Gallardo puede gustar o no, pero no es opcional. En una república, las resoluciones judiciales se cumplen, no se interpretan según la conveniencia política. Mucho menos se desacatan por orgullo ideológico o para alimentar la narrativa represiva que necesita el gobierno de Javier Milei para tapar el desastre social y económico que está provocando.
La apelación del gobierno porteño repite los viejos clichés del discurso neoliberal: habla de “discrecionalidad técnica”, “afectación del interés público” y “autonomía institucional”. Palabras vacías cuando lo que está en juego es el uso político de la violencia. La coordinación con fuerzas federales que invoca la Ciudad no es sino una excusa para legitimar la intervención de Bullrich, sin control judicial ni rendición de cuentas. ¿Qué clase de coordinación es esa en la que una de las partes dice abiertamente que hará lo que quiera?
Detrás de este episodio se esconde una concepción profundamente autoritaria del Estado. Para Bullrich y Macri, el orden no se construye con inclusión social, diálogo o derechos garantizados. Se construye con porras, gases lacrimógenos y detenciones arbitrarias. No importa si los manifestantes son jubilados, docentes o trabajadores precarizados. Cualquiera que cuestione el ajuste es considerado un enemigo interno.
Por eso este episodio es más que un conflicto entre jurisdicciones. Es un síntoma de algo más grave: el vaciamiento democrático por la vía del abuso institucional. La represión como norma. La desobediencia judicial como método. La demonización de la protesta como narrativa de gobierno.
Bullrich no actúa sola. Macri no apela por convicción jurídica. Ambos son piezas clave de un engranaje mayor, que busca imponer un modelo de país sin resistencia social. Un país donde la protesta sea criminalizada, donde los jueces que se atreven a limitar al poder ejecutivo sean perseguidos, y donde el uso de la fuerza sea el único idioma del Estado.
En definitiva, estamos ante un punto de inflexión. O la Justicia se afirma como poder autónomo y frena esta deriva autoritaria, o el futuro será un presente eterno de palos y cárceles para los que se atreven a decir basta. Y si ese futuro se impone, no será por casualidad, sino por cobardía de quienes hoy tienen el deber —sí, el verdadero deber— de defender la democracia.
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