La soledad de Milei: un presidente aislado entre cacerolas y el FMI

La apertura de sesiones dejó en evidencia la fragilidad política del Gobierno, con un Congreso semivacío y una plaza sin respaldo popular. Mientras la calle rechaza el ajuste, el Presidente insiste en profundizar el pacto con el FMI.

La noche del 1 de marzo de 2025 quedará en la memoria como un retrato descarnado del presente argentino. Javier Milei inauguró las sesiones ordinarias del Congreso en un recinto casi desierto, sin la presencia de la oposición ni de los gobernadores provinciales. Afuera, la postal era aún más desoladora: apenas un puñado de seguidores libertarios se congregó para apoyarlo, mientras el eco de las cacerolas retumbaba en las calles de Buenos Aires. Sin pantallas gigantes ni fervor popular, el discurso presidencial se perdió en la frialdad de los celulares y en la indiferencia de una sociedad golpeada por el ajuste.

El escenario no pudo ser más simbólico. En las puertas del Congreso, las vallas y el despliegue policial superaban en número a los propios simpatizantes del Gobierno. «Hay más policía que gente», comentaban los vendedores ambulantes que, ante la falta de compradores, optaban por retirarse temprano. La Argentina de Milei, la de la «libertad total», parece atrapada en una jaula de su propia construcción.

Mientras tanto, en la vereda de enfrente, el rechazo al modelo de la motosierra se hacía sentir. Cacerolas, pancartas y consignas contra el desmantelamiento del Estado ponían en evidencia una realidad que el oficialismo se empeña en negar: el ajuste no es expansivo, es asfixiante. «La motosierra mata», afirmaba una trabajadora del hospital Bonaparte, una de las tantas instituciones de salud que sufren el brutal recorte presupuestario.

Pero dentro del recinto, Milei se aferró a su relato triunfalista. Con un tono monocorde, habló de un «milagro económico» que solo parece visible para sus seguidores más acérrimos. Según el Presidente, la economía «creció un 5%» y la inflación «está en vías de desaparecer». Sin embargo, la realidad golpea con otros números: el consumo masivo se desplomó más de un 10% en enero, los salarios siguen licuándose y la pobreza escala a niveles alarmantes. La brecha entre el discurso oficial y la vida cotidiana de los argentinos es cada vez más profunda.

Entre sus anuncios, el Presidente dedicó un apartado especial a su nueva apuesta: un acuerdo con el Fondo Monetario Internacional que, según él, «no aumentará la deuda bruta» y permitirá sanear el Banco Central. La frase suena a déjà vu. Es el mismo libreto que usó Mauricio Macri en su momento, con el mismo ministro de Economía, Luis Caputo, y con los mismos resultados desastrosos. El FMI, por su parte, ya dejó claro que su prioridad es evitar un «dólar barato», lo que anticipa una nueva devaluación y, con ella, más pobreza y caída del poder adquisitivo.

Milei se muestra obsesionado con la convertibilidad de los ’90, repitiendo una y otra vez que fue «el programa de estabilización más exitoso de nuestra historia». Su propuesta de dolarización y «libre competencia de monedas» es una vuelta a un modelo que terminó en la crisis más grande que vivió el país en el siglo XXI. Pero el Presidente parece ajeno a la historia, atrapado en su propia burbuja ideológica.

Cuando el discurso terminó, la imagen fue demoledora. Los pocos militantes libertarios se dispersaron sin entusiasmo, algunos incluso cruzaron la calle para ver una película en el Cine Gaumont. Como si la realidad necesitara un mejor guion, en la cartelera brillaba un clásico del terror: «Nosferatu». En la Argentina de Milei, la sombra del ajuste y la entrega al FMI acechan como un vampiro que drena las esperanzas de un pueblo cada vez más empobrecido.

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