El libertario volvió a tropezar con su obsesión por los flashes y las falsas promesas de cercanía con el poder real en Estados Unidos. Fue víctima de un montaje grotesco y arrastró al país a un papelón diplomático de proporciones históricas.
Mientras la economía argentina se derrumba y las promesas de dolarización se desvanecen, Milei se embarcó en un viaje absurdo a Florida, persiguiendo una foto con Trump que nunca existió. Lo esperaban premios sin prestigio, pastores con menos seguidores que una cuenta falsa y una puesta en escena que terminó en escándalo. Una vez más, el presidente mostró que gobierna desde la vanidad, no desde la responsabilidad.
La política exterior del gobierno de Javier Milei ha sido, desde su inicio, una tragicomedia guiada más por el ego del presidente que por una estrategia nacional. Esta semana, esa tendencia alcanzó un nuevo pico de bochorno con su viaje a Mar-a-Lago, donde fue embaucado por oportunistas que organizaron un evento sin sustancia, sin respaldo institucional, sin relevancia diplomática y, sobre todo, sin el protagonista principal que lo motivó todo: Donald Trump.
El libertario fue convencido de asistir por la fundación Make America Clean Again, un sello sin sitio web, sin historial y sin legitimidad, cuya única función aparente fue la de generar un espejismo para seducir a Milei con un premio tan ridículo como impostado: el galardón de “American Patriot”. La idea, según los organizadores, era que Milei y Trump compartieran escenario, una narrativa que nunca existió más que en los mensajes manipuladores de dos personajes oscuros: John Rourke y Glenn Parada.
Lo insólito es que el propio gobierno argentino cayó en la trampa con una candidez alarmante. A pesar de las primeras resistencias del canciller Gerardo Werthein —quien rechazó la invitación por fuera de la agenda oficial—, la presión emocional surtió efecto. “Trump se sentirá desairado si Milei no va”, dijeron. Y como siempre, el ego del presidente pudo más que el sentido común.
Milei voló a Florida a último momento, arrastrando consigo a su hermana Karina, fiel operadora del delirio presidencial, y a Luis Caputo, esperanzado con colar, en algún pasillo improvisado, una conversación sobre el FMI y los aranceles. Lo que encontraron, sin embargo, fue una postal patética: una reunión decorada con influencers de los años noventa, una premiación vacía y un club de campo alquilado como si fuera un salón de fiestas de cumpleaños. Nada de poder real. Nada de política seria.
La foto de Milei con Natalia Denegri —reconvertida evangelista y “filántropa” luego del escándalo del Caso Coppola— se viralizó no por glamorosa, sino por ridícula. Un símbolo grotesco del extravío diplomático. La única funcionaria estadounidense que apareció fue Kristi Noem, secretaria de Seguridad Nacional, que se retiró apenas se enteró de que Trump no iría al evento. Su presencia fue tan fugaz como reveladora del vacío de la cita.
A las 22, el Servicio Secreto dejó en claro lo que los organizadores ya sabían desde el principio: Trump estaba en Miami, cenando, y no pasaría por el evento. Ni fotos, ni videos, ni charla. Solo una residencia cercana, alquilada como escenario para una puesta en escena diseñada exclusivamente para halagar el narcisismo del presidente argentino.
La reacción de la delegación argentina osciló entre la furia y el desconcierto. Werthein enfrentó a Parada y Rourke, y les expresó su vergüenza por el engaño. “Nos prometieron una reunión que sabían que no iba a ocurrir”, reprochó. En un intento por salvar las apariencias, los organizadores mintieron otra vez: dijeron que Milei se fue justo antes de que Trump llegara, que con 15 minutos de paciencia “hubiera habido foto”. Pero el montaje ya era insostenible. Incluso borraron los mensajes de WhatsApp donde garantizaban la presencia del expresidente republicano.
Lo que quedó fue una imagen desoladora: Milei bailando el YMCA entre celebridades caídas en desgracia, mientras Argentina atraviesa una de las peores crisis sociales de su historia reciente. Mientras se achican las universidades públicas, se recortan presupuestos de ciencia, se pulverizan los salarios y se paraliza la obra pública, el presidente se pasea por Florida mendigando atención de un Trump que ni siquiera se dignó a saludarlo.
Este fiasco no solo revela la falta de profesionalismo en la gestión internacional del gobierno de Milei, sino que desnuda su fragilidad institucional. ¿Cómo es posible que cualquier improvisado tenga acceso al presidente? ¿Qué controles existen para evitar que un jefe de Estado sea manipulado por promesas truchas y ceremonias sin sustento?
En lugar de blindar su entorno luego del escándalo de Libra, Milei sigue siendo presa fácil de aduladores, evangelistas de baja estofa y farsantes disfrazados de promotores internacionales. Su hermana Karina, lejos de filtrar, parece funcionar como facilitadora de estos disparates, obnubilada por cualquier contacto extranjero, por más precario que sea.
El costo de estos desvaríos no es solo simbólico. Cada papelón como este debilita la posición argentina en el mundo, erosiona la credibilidad del país frente a organismos internacionales y cancillerías, y exhibe a un presidente más interesado en alimentar su perfil mediático que en gobernar con responsabilidad.
Lo más trágico es que este tipo de episodios no son excepciones. Son parte de un patrón. Milei no hace diplomacia, hace performance. No establece relaciones estratégicas, busca fotos. No gobierna con Estado, sino con emociones, impulsos y un narcisismo descontrolado. El país es rehén de un presidente obsesionado con parecer importante ante los ojos del mundo, aunque para ello tenga que arrastrarse en escenarios de cartón pintado.
Este viaje a Mar-a-Lago debería ser una señal de alarma para todo el arco político, incluso para quienes alguna vez creyeron que Milei podía “ordenar” la economía. El presidente no tiene brújula, no tiene filtros y, lo que es peor, no tiene vergüenza. Convertido en un meme diplomático, Javier Milei expuso —una vez más— que su liderazgo es una peligrosa ilusión sostenida por operaciones mediáticas, redes sociales y premios inventados.
Argentina necesita un presidente que entienda la magnitud de sus responsabilidades, no un turista con delirios de celebridad.
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