El gobierno libertario autoriza la instalación de una base militar norteamericana en el punto más austral del continente. En paralelo, la OTAN avanza con otra base en Ushuaia. Sometimiento geopolítico, silencio oficial y el tiro de gracia a la causa Malvinas.
En una decisión que confirma el giro entreguista del gobierno de Javier Milei, Argentina autoriza la construcción de una base militar de Estados Unidos en Tierra del Fuego. Con el pretexto de «asistencia humanitaria», se consolida una avanzada estratégica en la puerta de entrada a la Antártida. La instalación de otra base de la OTAN en Ushuaia completa el mapa de una rendición sin condiciones que sepulta décadas de lucha por la soberanía. ¿El nuevo virreinato? Ya no hace falta un virrey: alcanza con un presidente arrodillado.
El 27 de abril se oficializó lo que ya era un secreto a voces: el gobierno de Javier Milei autorizó la construcción de una base militar estadounidense en Ushuaia, bajo el paraguas de una «Estación de Apoyo para la Defensa Civil y Asistencia Humanitaria». La obra estará a cargo del Comando Sur de Estados Unidos (SOUTHCOM), uno de los brazos geoestratégicos del Pentágono. La excusa es tan burda como antigua: ayuda humanitaria y respuesta ante catástrofes naturales. Pero la verdad, como siempre, se esconde en los intereses.
La base se ubicará en una zona crítica para la seguridad y navegación global: el extremo sur del continente, con acceso privilegiado al Atlántico Sur, la Antártida y la proyección hacia el Pacífico. En paralelo, otra base, esta vez de la OTAN —alianza militar comandada por Washington— avanza en la misma provincia, con el aval entusiasta del gobernador Gustavo Melella, quien asegura que se trata de una «iniciativa civil de cooperación internacional». ¿Casualidad? No. Es una ocupación progresiva, planificada y consentida.
Pero lo que escandaliza no es solo la presencia militar extranjera, sino el silencio cómplice de la administración nacional. Mientras Milei habla de «libertad» y fustiga a los «zurdos», entrega sin pudor uno de los territorios más sensibles para la defensa nacional. Tierra del Fuego es el último bastión continental frente al enclave colonial británico de Malvinas, y ahora pasará a ser el patio trasero de los intereses estadounidenses y de la OTAN.
El portal Infobae, en su cobertura del hecho, apenas se limita a repetir el comunicado oficial del SOUTHCOM, donde se destaca la «colaboración» con el gobierno argentino. Clarín y La Nación, por su parte, ignoran el trasfondo militar de la operación y optan por destacar el «aporte logístico» que la base podría ofrecer ante emergencias climáticas. ¿Y la soberanía? Bien, gracias.
Las redes sociales, sin embargo, no tardaron en reaccionar. El hashtag #BaseYanquiEnUshuaia fue tendencia en X (ex Twitter) durante el fin de semana, con duras críticas de excombatientes de Malvinas, sectores antimperialistas y referentes del campo nacional. La diputada nacional Ofelia Fernández advirtió que «Milei está rifando la soberanía a cambio de aplausos en Miami», mientras que el analista geopolítico Federico Bernal calificó la medida como «una rendición incondicional al Comando Sur».
Y es que no se trata solo de una base. Se trata de un rediseño geoestratégico de América del Sur que deja a la Argentina como peón subordinado de una lógica de guerra ajena. El control del Atlántico Sur y el acceso a la Antártida están en juego, y el país se baja del tablero por decisión propia. La instalación de la base se produce, además, en un contexto donde Gran Bretaña refuerza su presencia en Malvinas con ejercicios militares conjuntos con Estados Unidos. ¿Coincidencia? Improbable.
La contradicción es flagrante: mientras el gobierno militariza la política interna y criminaliza la protesta social, entrega sin chistar el control geopolítico del sur argentino. En vez de fortalecer la soberanía, la disuelve. En vez de reclamar las Malvinas, las entrega por omisión. Y en lugar de liderar una política antártica regional, se convierte en base logística de potencias extrahemisféricas.
Milei, que se dice defensor de la «libertad individual», demuestra ser un presidente servil a los intereses del Departamento de Estado. Su política exterior no responde a los intereses de la nación, sino a los caprichos de Washington. Y lo hace con la anuencia de sectores del poder real que hace décadas fantasean con convertir la Patagonia en una zona franca para el capital extranjero y los negocios de la guerra.
Esta decisión no solo es ilegal —pues cualquier acuerdo de este tipo debería pasar por el Congreso, tal como exige la Constitución Nacional—, sino que implica una claudicación simbólica: es aceptar que los recursos naturales, la posición estratégica y la defensa del territorio ya no están en manos argentinas.
No es exagerado afirmar que estamos ante un nuevo virreinato. Solo que esta vez no llega con barcos desde Cádiz, sino con satélites, radares y tropas del Comando Sur. Y con un gobierno que no solo no resiste, sino que aplaude.
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