Un golpe a la Constitución: el intento desesperado de Milei para blindar al juez “comisionado”

Tras el rechazo categórico del Senado, el presidente insiste en sostener por decreto a Manuel García Mansilla en la Corte Suprema. El Gobierno desafía al Poder Judicial con un per saltum y fuerza una interpretación amañada de la ley.


El gobierno de Javier Milei se embarca en una cruzada institucional sin precedentes para sostener en su cargo a un juez sin acuerdo del Senado. La estrategia desesperada, que desafía a la propia Corte Suprema y busca eludir controles constitucionales, revela una peligrosa deriva autoritaria. Mientras el máximo tribunal espera la renuncia de García Mansilla, la Casa Rosada judicializa su permanencia y arrastra a todo el sistema institucional a una zona gris de legitimidad.

La historia reciente de la justicia argentina suma un nuevo capítulo de oscuridad e incertidumbre. Lo protagoniza el presidente Javier Milei, quien, en un acto de obstinación autoritaria, intenta sostener contra viento y marea a Manuel José García Mansilla como juez en comisión de la Corte Suprema. Lo hace a pesar del rechazo categórico del Senado —que con más de dos tercios de los votos fulminó su pliego— y de la decisión del juez Alejo Ramos Padilla que suspendió por tres meses su capacidad de intervenir en causas y gestiones judiciales. La reacción del Ejecutivo fue inmediata: presentó un per saltum directo ante la Corte, saltándose la Cámara Federal de La Plata, para que el máximo tribunal revierta lo que interpreta como un “avasallamiento” del Ejecutivo y una amenaza al “buen servicio de justicia”. Una jugada desesperada que exhibe el modo en que Milei concibe el poder: sin límites, sin controles, sin institucionalidad.

No es sólo una pelea entre poderes. Lo que está en juego es la vigencia misma de la Constitución y el principio republicano de división de poderes. El oficialismo defiende su prerrogativa de designar jueces por decreto durante el receso legislativo, amparándose en una interpretación elástica y conveniente del artículo 99 inciso 19 de la Carta Magna. Sin embargo, esa cláusula, pensada para llenar vacantes transitorias en empleos, no puede extenderse arbitrariamente a cargos vitalicios de la Corte Suprema, cuyo ingreso requiere, de manera indiscutible, el acuerdo del Senado. No es una interpretación caprichosa: así lo sostienen más de 50 académicos, constitucionalistas, jueces y hasta el propio Colegio Público de Abogados de la Capital Federal. Pero Milei, con su manual de atropellos institucionales, prefiere ignorarlo todo.

La maniobra de la Rosada roza lo grotesco. Luego del rechazo parlamentario, García Mansilla —que ya había firmado 214 fallos desde su designación por decreto— desapareció del Palacio de Justicia. No se presentó a trabajar, no renunció, ni tampoco dio explicaciones públicas. Sólo hizo circular, entre sus pares, la idea de que consultaría formalmente qué hacer. En el seno de la Corte, sin embargo, el mensaje fue claro: se esperaba su dimisión, para evitar una crisis institucional mayor. Pero el Gobierno no está dispuesto a perder a su alfil judicial y lanza una última ofensiva, presentando un recurso que le exige a la propia Corte Suprema desautorizar a Ramos Padilla y avalar la continuidad del juez interino.

En esta pulseada entre poderes, la Corte se encuentra en una posición incómoda. Por un lado, no quiere sentar el precedente de que un juez de primera instancia condicione su funcionamiento. Pero por otro, no parece dispuesta a legitimar el avance libertario sobre las reglas básicas del Estado de Derecho. La apuesta del oficialismo es clara: presionar políticamente a los cortesanos y forzarlos a convalidar la maniobra, bajo el argumento de que el fallo de Ramos Padilla genera “gravedad institucional” y afecta el servicio de justicia. Pero la gravedad institucional es precisamente lo que produce el nombramiento de un juez de la Corte por decreto y sin acuerdo, en contra del texto constitucional y del principio de independencia judicial.

El escrito presentado por la Casa Rosada —firmado por el Procurador del Tesoro, Santiago Castro Videla, y otros funcionarios del Ministerio de Justicia— llega a extremos ridículos. Afirma que al haber tomado juramento a García Mansilla, la Corte ya convalidó implícitamente la legalidad del decreto. Olvida, adrede, que aquel acto fue secreto, sin difusión, sin invitados y realizado en una atmósfera de opacidad. Incluso los propios jueces supremos aclararon luego que no emitían “juicio alguno sobre la validez” del nombramiento. Pero la narrativa del Gobierno necesita torcer esa realidad y construir una ficción institucional que sostenga el disparate.

La ofensiva oficial se escuda en una lógica que atenta contra el principio republicano: como el Ejecutivo no consigue los votos en el Senado, decide prescindir del Congreso y avanzar por decreto. Una lógica que no sólo desprecia las reglas del juego democrático, sino que inventa un nuevo principio, completamente ajeno al derecho público argentino: que el Presidente puede nombrar jueces en comisión de manera transitoria si el Senado no colabora. En realidad, lo que sucede es lo contrario: la falta de consenso no autoriza la arbitrariedad, sino que exige más diálogo, más institucionalidad y más respeto a los procedimientos.

El per saltum —esa herramienta jurídica excepcional que permite saltear instancias por razones de urgencia— se convierte aquí en un instrumento de presión política. Lejos de ser una respuesta a un caso de “peligro en la demora” o “verosimilitud del derecho”, como exige la ley, el recurso presentado sólo expresa el capricho presidencial y su resistencia a acatar el sistema de frenos y contrapesos. Una señal más de que el gobierno libertario está dispuesto a demoler las bases institucionales con tal de sostener su poder, incluso en los intersticios del Poder Judicial.

Mientras tanto, la Corte Suprema, con su equilibrio precario de tres miembros, debe decidir si se deja arrastrar por esta lógica o si pone un freno al desvarío. Lo cierto es que, incluso si le dieran curso al per saltum, la situación ya es insostenible. La Corte no puede ignorar que el Senado le dio la espalda a García Mansilla con un rechazo contundente. No hay legitimidad posible para que siga actuando como juez. Su continuidad es una ofensa a la división de poderes y una amenaza concreta a la credibilidad del sistema judicial.

Este no es un episodio aislado. Forma parte de una serie de decisiones del gobierno de Milei destinadas a vaciar de contenido a las instituciones. Ya ocurrió con los intentos de designar jueces sin respetar los procedimientos, con la parálisis del Congreso por falta de consensos, con el desprecio hacia la universidad pública, con el ajuste brutal al sistema científico. Ahora, el objetivo es convertir a la Corte Suprema en un tribunal funcional al poder presidencial. Una Corte intervenida de facto, servil, débil y domesticada.

La historia juzgará este capítulo como un intento burdo de alterar el orden constitucional. Si García Mansilla no renuncia, y si la Corte no lo aparta, quedará formalizada la voluntad de Milei de gobernar sin límites. Y si logra su objetivo, marcará un antes y un después: cualquier futuro presidente podrá ignorar al Senado, manipular la justicia y alterar el equilibrio republicano. Una república sin Congreso, sin Corte y sin control, en manos de un autócrata con delirios de omnipotencia. Lo que está en juego, más allá de nombres, es el alma misma de la democracia argentina.

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