El Ministerio de Seguridad, bajo la dirección de Patricia Bullrich, denunció penalmente a la jueza Karina Andrade tras su decisión de liberar a los detenidos en la represión frente al Congreso. La causa cayó en manos de la jueza federal María Servini, quien también investiga denuncias contra Bullrich por abusos de autoridad. Un ataque directo contra la independencia judicial y el derecho a la protesta.
El Gobierno de Javier Milei avanza sin tapujos en su afán de anular cualquier vestigio de autonomía judicial. La última embestida tiene como blanco a la jueza porteña Karina Andrade, quien tuvo la «osadía» de respetar el derecho a la protesta y ordenar la liberación de los 114 detenidos durante la violenta represión policial en la marcha de los jubilados frente al Congreso. En una jugada que deja en evidencia la vocación autoritaria del Ejecutivo, el Ministerio de Seguridad, encabezado por Patricia Bullrich, presentó una denuncia penal contra la magistrada acusándola de prevaricato, abuso de autoridad y encubrimiento.
La demanda fue presentada por Fernando Soto, un nombre recurrente en los entramados más oscuros de la «mano dura» estatal. Soto, abogado de Luis Chocobar y funcionario del Ministerio de Seguridad, es un ferviente defensor del modelo represivo. Su denuncia sostiene que Andrade tomó una «decisión política» y que su accionar estuvo «basado en pura ideología». Como si el hecho de velar por derechos constitucionales fuera motivo de condena.
El expediente quedó en manos de la jueza federal María Servini, quien también tiene bajo su órbita causas que apuntan a la propia Bullrich por privaciones ilegales de la libertad, apremios ilegales y abuso de autoridad. Es decir, el Ejecutivo denuncia a una jueza por cumplir con su función, mientras una de sus máximas funcionarias está bajo investigación por delitos de lesa institucionalidad.
El trasfondo de esta persecución es claro: el Gobierno necesita disciplinar a jueces y fiscales para garantizar la impunidad de su aparato represivo. Andrade ponderó el derecho a la protesta y desestimó la detención en flagrancia, un mecanismo utilizado para encarcelar manifestantes sin pruebas concretas. Según el Ministerio de Seguridad, la jueza «aceleró los tiempos procesales» e informó sus resoluciones por Whatsapp, omitiendo que la detención de los manifestantes se basó en filmaciones editadas y declaraciones sesgadas de las fuerzas de seguridad.
Bullrich y su equipo no se detienen en formalismos jurídicos: buscan instalar la idea de que protestar es un delito y que los jueces que defienden derechos básicos deben ser apartados o directamente castigados. Para reforzar su narrativa, el Ministerio afirmó que la movilización de jubilados fue «orquestada por barras bravas» con el objetivo de «provocar la represión». Una afirmación ridícula, que no resiste el menor análisis.
La denuncia también menciona la existencia de «armas blancas» y «elementos contundentes», pero omite lo fundamental: la ausencia de pruebas que vinculen a los detenidos con estos elementos. La jueza Andrade no decidió en base a suposiciones ni relatos mediáticos: observó que no había fundamentos para sostener las detenciones y actuó en consecuencia.
Lo que está en juego no es solo la suerte de una jueza, sino la capacidad del sistema judicial para operar sin presiones políticas. La maniobra de Bullrich es parte de una estrategia más amplia para subordinar el Poder Judicial a los intereses del Ejecutivo. La intención es clara: garantizar que los jueces actúen como meros sellos de goma de sus decisiones, sin margen para el criterio propio.
En este contexto, el mensaje es directo: todo magistrado que contradiga los intereses del oficialismo será perseguido. La independencia judicial, piedra angular de cualquier democracia, es una molestia para un Gobierno que ve en el autoritarismo la mejor forma de gobernar. Se busca asfixiar cualquier resistencia y transformar la Justicia en un apéndice del poder político.
El caso de la jueza Andrade se inscribe en un esquema más amplio de militarización de la seguridad y persecución a la disidencia. El Gobierno no solo criminaliza la protesta social, sino que también intenta sentar un precedente peligroso: jueces, fiscales y organismos de derechos humanos deben alinearse o enfrentar la máquina judicial del Estado.
El operativo represivo en la marcha de los jubilados fue un laboratorio para profundizar este modelo. La brutalidad policial, la detención arbitraria de manifestantes y la posterior construcción de un relato oficial que justifica el uso de la fuerza son elementos que revelan el avance de una doctrina del enemigo interno. Cualquier opositor es considerado un potencial «terrorista» y, por lo tanto, susceptible de ser reprimido y perseguido.
La presentación contra Andrade es un mensaje a la Justicia en su conjunto: el Gobierno quiere jueces obedientes y sumisos. Los que se atrevan a actuar con independencia serán blanco de denuncias, escraches mediáticos y presiones políticas. No se trata solo de una jueza, sino de una embestida contra la división de poderes y la democracia misma.
La ofensiva contra Karina Andrade no es un hecho aislado. Es parte de una estrategia sistemática de Javier Milei y Patricia Bullrich para consolidar un Estado punitivo, en el que la Justicia sea una herramienta de castigo y no de garantía de derechos. La denuncia contra la jueza es, en esencia, un intento de disciplinamiento que no solo busca amedrentar a un magistrado, sino también enviar un mensaje claro a todos aquellos que osen cuestionar el avance represivo del Ejecutivo.
Mientras Bullrich persigue jueces y manifestantes, los problemas estructurales del país se profundizan. La inflación se dispara, la pobreza se multiplica y la violencia institucional se convierte en política de Estado. En este contexto, la pregunta es ineludible: ¿cuánta democracia puede sobrevivir en un país donde el Gobierno persigue jueces por hacer su trabajo?
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