La ONG dirigida por la macrista Gloria Llopis se disfraza de organización civil para imponer una caza de pobres, inmigrantes y trabajadores informales en nombre del “orden”, mientras cuenta con apoyo financiero del gobierno de la Ciudad.
Bajo el ropaje institucional de una ONG, la agrupación “Buenos Vecinos” encarna una metodología violenta y persecutoria que remite a las prácticas más oscuras del autoritarismo. Su accionar, lejos de ser espontáneo, está aceitado con recursos públicos y legitimado por el silencio cómplice del oficialismo porteño y nacional. En una ciudad cada vez más desigual, esta organización opera como la versión barrial del Estado policial, denunciando vendedores ambulantes, estigmatizando la pobreza y criminalizando la supervivencia.
En una Buenos Aires arrasada por el ajuste, el desempleo y la pobreza creciente, emerge un nuevo actor que no busca asistir ni contener, sino señalar, hostigar y perseguir. Se hacen llamar “Buenos Vecinos”, aunque su accionar tiene poco y nada de bondad. Dirigida por Gloria Llopis, una militante macrista con aspiraciones punitivistas y alma de carcelera, esta organización se dedica a patrullar calles y redes sociales, delatando a trabajadores informales, vecinos vulnerables e inmigrantes, como si se tratara de enemigos internos. ¿Su delito? Tratar de sobrevivir en una economía que los margina, mientras el Estado se retira y la crueldad se privatiza.
No se trata de un grupo de jubilados indignados por el ruido nocturno. No. Es una estructura organizada, con nombre, logo, redes sociales y hasta financiamiento estatal. La agrupación “Buenos Vecinos BA” funciona como una suerte de Gestapo barrial, una policía vecinal paralela que transforma la vigilancia en virtud y el odio en acción política. Cada publicación que comparten, cada denuncia que emiten, cada operativo que celebran, está impregnado de una lógica que recuerda demasiado a los peores episodios de la historia reciente: estigmatización étnica, clasismo, xenofobia y delación.
El caso más aberrante fue protagonizado por la propia Gloria Llopis. En un video que circuló ampliamente en redes sociales, se la ve denunciando a una mujer que vendía en la vía pública. Le grita “¡Negra peruana!” mientras llama a la policía, en un despliegue de violencia verbal y simbólica que desborda racismo y desprecio de clase. La escena es brutal no sólo por lo que muestra, sino por lo que representa: una elite urbana que, sintiéndose empoderada por el discurso oficial, cree tener el derecho de expulsar a los pobres de su vista.
La posta de quien está detrás de el episodio de los BUENOS VECINOS que denunciaron a la señora ayer pic.twitter.com/Eq3oxqnHN2
— lajuliaeva (@lajuliaeva) April 12, 2025
No estamos hablando de un hecho aislado. Lo preocupante es que esta metodología —que podría calificarse sin ambigüedades como nazi— encuentra legitimidad institucional. Según distintas denuncias, el gobierno de la Ciudad de Buenos Aires, conducido por Jorge Macri, destina recursos públicos a sostener esta ONG. En otras palabras: el Estado porteño financia con nuestros impuestos a un grupo de ciudadanos que se dedican a perseguir a otros ciudadanos. Un círculo perfecto de cinismo neoliberal, donde los excluidos son también criminalizados, y los verdugos son premiados.
¿Qué lógica puede justificar que una agrupación que promueve el odio social y la violencia simbólica reciba donaciones del Estado? Ninguna, salvo la complicidad ideológica. Porque “Buenos Vecinos” no es un bicho raro en el ecosistema de la derecha argentina, sino un producto directo de sus discursos. Es la consecuencia natural de años de estigmatización del pobre, de criminalización del trabajador informal, de demonización del inmigrante. Es Milei diciendo que “el que no llega, que se joda”, convertido en consigna de patrulla vecinal.
Bajo el gobierno de Javier Milei, estos dispositivos de persecución civil encuentran tierra fértil. El Estado se retira de sus responsabilidades fundamentales —educación, salud, seguridad social—, pero se vuelve muy eficiente para castigar al que no encaja. Y donde el Estado no llega, surgen estos actores parapoliciales que llenan el vacío con autoritarismo de barrio. Buenos Vecinos no ofrece soluciones: impone el miedo, normaliza el odio y despliega una lógica de exterminio simbólico que se vuelve práctica cotidiana.
La utilización de ONG como pantalla para actividades políticas y de control social no es nueva, pero en este caso reviste un carácter alarmante. Porque se trata de una organización que actúa sobre cuerpos concretos, sobre vidas reales. No hacen lobby en despachos. Patrullan calles, señalan vendedores, graban videos, llaman a la policía. Y lo hacen con la impunidad que otorga saberse del lado del poder. Porque detrás de cada llamado a “poner orden” está la construcción de un enemigo interno: el cartonero, el mantero, el inmigrante, el diferente.
Todo esto sucede en una ciudad donde las desigualdades se profundizan cada día. Donde el hambre crece, los comedores populares colapsan y las changas escasean. En ese contexto, pretender que la solución es perseguir a los que tratan de subsistir es no solo una canallada, sino una estrategia política deliberada. Se distrae el foco de los verdaderos responsables del desastre —los que fugan, ajustan y saquean— para convertir a los más pobres en chivos expiatorios. Y “Buenos Vecinos” es el brazo ejecutor de esa lógica.
El caso de Gloria Llopis, además, pone en evidencia otro fenómeno: la reconversión de militantes del PRO en administradores del castigo. Su tarea ya no es disputar poder, sino ejercerlo como censores civiles. Con un celular en la mano y una moralina de clase en el corazón, estos nuevos inquisidores salen a cazar manteros con la misma naturalidad con la que otros organizan ollas populares. Es el reverso de la solidaridad: la delación como servicio comunitario.
Frente a esta avanzada reaccionaria, la reacción del gobierno nacional ha sido la de siempre: el silencio. Ni una palabra de condena. Ni un intento de frenar el financiamiento. Porque en el fondo, el accionar de “Buenos Vecinos” encaja perfectamente con la cosmovisión mileísta: un país sin derechos, sin protección social, donde el que cae, se estrella; y el que sobrevive, lo hace pisando al de al lado. Una sociedad atomizada donde el Estado sólo existe para proteger a los poderosos y criminalizar a los débiles.
La pregunta entonces es urgente: ¿hasta cuándo se va a permitir que se financien con fondos públicos organizaciones que promueven el odio, la exclusión y la violencia? ¿Qué límites se están dispuestos a cruzar en nombre del “orden” y la “seguridad”? Porque lo que está en juego no es sólo la dignidad de quienes viven del trabajo informal, sino la posibilidad misma de una ciudad democrática, plural y justa.
“Buenos Vecinos” es una advertencia. Un síntoma. Una enfermedad incubada en los pliegues del ajuste y la intolerancia. No es un fenómeno aislado ni espontáneo. Es parte de un modelo. Y como todo modelo, se impone primero en lo simbólico y luego en la práctica. Por eso, denunciarlo no alcanza. Hay que desarmarlo. Hay que señalar, esta vez sí, a los verdaderos responsables. Porque detrás del dedo acusador de Llopis hay un Estado ausente que financia el odio. Y eso, definitivamente, no puede naturalizarse.
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