Censura en las aulas: el nuevo manual porteño que silencia a los docentes

El Gobierno de Jorge Macri impone un reglamento escolar que prohíbe hablar de religión, sexo o política. Docentes y sindicatos denuncian persecución ideológica y un intento de controlar el pensamiento en las escuelas.

Un nuevo reglamento escolar en la Ciudad de Buenos Aires prohíbe a los docentes expresar opiniones sobre religión, sexualidad, género, etnia o política partidaria. La medida, criticada como una forma de censura y persecución, ha desatado un fuerte rechazo en la comunidad educativa y política.

El Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires, liderado por Jorge Macri, ha dado un paso más en su afán de controlar lo que se dice y se piensa en las aulas. Un nuevo reglamento escolar, que ya está en vigencia, prohíbe a los docentes «expresar opiniones o adoptar conductas» que puedan «influir, confundir y/o afectar a los menores» en temas relacionados con religión, sexualidad, género, etnia, política partidaria u otros de similar relevancia. La medida, que ha sido denunciada como una forma de censura y persecución ideológica, ha generado un fuerte rechazo entre docentes, sindicatos y dirigentes políticos.

El foco de la polémica está en el artículo 3 del Capítulo VII sobre «Prohibiciones del Personal Docente», que no solo limita la libertad de expresión de los educadores, sino que también los convierte en vigilantes del pensamiento de sus estudiantes. Según el reglamento, si alguno de estos temas surge en clase por iniciativa de los alumnos, el docente está obligado a informar al equipo directivo para que intervengan «los equipos especializados». Esta disposición ha sido interpretada como una forma de policiamiento ideológico, donde los docentes deben actuar como delatores de las inquietudes y debates que surgen naturalmente en el ámbito educativo.

La diputada nacional Vanina Biasi fue una de las primeras en denunciar esta medida durante el debate sobre el proyecto de Ficha Limpia en la Cámara de Diputados. «Estamos en presencia de un proceso de persecución política e ideológica contra la docencia», afirmó Biasi, quien también señaló que esta medida es una muestra más de la alineación de Jorge Macri con las políticas del presidente Javier Milei. «Jorge Macri quiere demostrar que es el mejor alumno de Milei», dijo la diputada, en referencia a la retórica anti-derechos y anti-educación que ha caracterizado al Gobierno nacional.

Este reglamento no es un hecho aislado, sino que forma parte de una serie de decisiones tomadas por el Gobierno porteño que apuntan a restringir el debate y la diversidad de pensamiento en las escuelas. Entre ellas, se encuentra la degradación de la Subsecretaría de la Mujer a Dirección General y el anuncio de una «revisión exhaustiva» de los contenidos de la Educación Sexual Integral (ESI), que según el Gobierno, serán analizados a través de un «estudio neutral». Estas medidas han sido interpretadas como un intento de borrar de las aulas cualquier discusión sobre género, diversidad y derechos humanos.

La comunidad educativa no ha tardado en reaccionar. Amanda Martín, secretaria general adjunta de Ademys y ex legisladora por el FIT, fue una de las primeras en difundir el contenido del nuevo reglamento, calificándolo como un ataque directo a la libertad de cátedra y a la autonomía docente. «Este reglamento es una forma de silenciar a los docentes y de impedir que los estudiantes accedan a una educación crítica y reflexiva», afirmó Martín. Por su parte, los sindicatos docentes han anunciado que presentarán recursos legales para impugnar la medida, al considerarla inconstitucional y contraria a los principios de la educación pública.

Pero la censura no es el único problema. El nuevo reglamento también ha sido criticado por su tono persecutorio. Según denuncias de la comunidad educativa, este no es el primer caso en el que el Gobierno porteño actúa de manera represiva contra docentes y estudiantes. Durante la gestión de Soledad Acuña como ministra de Educación, se registraron denuncias penales contra padres y madres de estudiantes secundarios durante las tomas de escuelas, así como descuentos salariales a docentes que participaron en medidas de fuerza. Además, se ha documentado un hostigamiento sistemático contra cooperadoras escolares que se opusieron a las políticas del ministerio.

En este contexto, el nuevo reglamento parece ser la gota que colma el vaso. Para muchos, es una muestra más de la deriva autoritaria del Gobierno porteño, que bajo la excusa de proteger a los menores, está imponiendo una visión única y restringida de la educación. «Este reglamento es la continuidad de una actitud disciplinadora y persecutoria contra la docencia», afirmó Biasi durante su intervención en el Congreso. Y es que, lejos de promover un ambiente de diálogo y respeto, la medida parece estar diseñada para silenciar cualquier voz disidente y para imponer una agenda política que poco tiene que ver con las necesidades reales de la educación.

El impacto de esta medida no se limita a las aulas. También tiene implicaciones profundas para la sociedad en su conjunto. Al restringir el debate sobre temas como la sexualidad, el género o la política, el Gobierno está negando a los estudiantes la posibilidad de formarse como ciudadanos críticos y conscientes de sus derechos. En un momento en el que la sociedad argentina enfrenta desafíos complejos, como la violencia de género, la discriminación y la desigualdad, limitar la educación en estos temas es, cuanto menos, irresponsable.

Pero quizás lo más preocupante es el mensaje que esta medida envía a los docentes. Al convertirlos en vigilantes del pensamiento de sus estudiantes, el Gobierno no solo está socavando su autoridad, sino también su rol como educadores. Los docentes no son meros transmisores de conocimiento, sino guías que ayudan a los estudiantes a desarrollar un pensamiento crítico y autónomo. Al restringir su libertad de expresión, el Gobierno está negando este rol y convirtiendo a las escuelas en espacios de adoctrinamiento.

En definitiva, el nuevo reglamento escolar de la Ciudad de Buenos Aires es un ataque directo a la educación pública y a los principios que la sustentan. Lejos de proteger a los estudiantes, esta medida los priva de herramientas esenciales para entender y transformar el mundo en el que viven. Y mientras el Gobierno insiste en que esta es la mejor manera de garantizar una educación «neutral», lo cierto es que no hay nada más político que decidir qué se puede y qué no se puede decir en las aulas.

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