La Encuesta Nacional Inquilina reveló que uno de cada tres inquilinos debió abandonar su vivienda en marzo por no poder afrontar los aumentos. El fenómeno se agrava con la recesión, la desocupación y el endeudamiento generalizado.
Mientras el gobierno de Javier Milei insiste con su cruzada “libertaria” contra el Estado y la regulación, el mercado inmobiliario impone su ley de hierro: desalojos silenciosos, inflación descontrolada en los alquileres y una precarización habitacional que se convierte en tragedia para miles de familias trabajadoras. La evidencia expone el colapso de un modelo que desprecia la vivienda como derecho y la concibe como mercancía especulativa.
En la Argentina gobernada por Javier Milei, el drama habitacional ha dejado de ser una amenaza para convertirse en una condena cotidiana. El dato más reciente, demoledor en su crudeza, lo revela la Encuesta Nacional Inquilina elaborada por la organización Inquilinos Agrupados: en marzo de 2025, el 30% de quienes alquilaban una vivienda en el país debieron dejarla por no poder afrontar los aumentos. Una expulsión económica masiva que no tiene el estrépito de un desalojo judicial, pero sí el dolor devastador de quedarse sin hogar en un contexto donde el alquiler se ha vuelto un lujo.
El fenómeno no es nuevo, pero sí cada vez más grave. En diciembre de 2024, la misma encuesta ya advertía que el 25% de los inquilinos había abandonado su vivienda por motivos económicos. Tres meses después, el aumento es de cinco puntos porcentuales, lo que deja en evidencia una aceleración del drama. Esta tragedia cotidiana es, también, una de las consecuencias más palpables del proyecto económico del oficialismo: liberalización de precios, destrucción de los marcos regulatorios y un abandono total de las políticas públicas de vivienda.
Mientras el ministro de Economía festeja indicadores abstractos en gráficos que sólo comprenden los analistas de bolsa, en el mundo real hay personas que empacan sus cosas, que se mudan con familiares, que pasan a vivir en condiciones de hacinamiento o que directamente engrosan las filas de la indigencia. No se trata de números, sino de vidas destrozadas por un ajuste despiadado que encuentra en el techo —ese bien tan básico como invisible para el relato libertario— uno de sus frentes más crudos.
Inflación selectiva: los alquileres suben por encima del IPC
La narrativa oficial festeja el presunto “descenso” de la inflación, mientras oculta una verdad incómoda: los alquileres suben por encima del índice de precios al consumidor. En marzo, el IPC general fue del 3,7%, pero los aumentos en los alquileres lo superaron en todas las regiones del país. En el Gran Buenos Aires fue del 5,3%; en la Patagonia, del 10,2%; en el noroeste, 9,4%; en Cuyo, 8,3%; en el noreste, 5,4% y en la región Pampeana, 4,2%. Una suba que desmiente por completo la euforia oficialista.
El INDEC, aún bajo un gobierno que busca vaciarlo de contenido técnico y rigor estadístico, no puede ocultar que la categoría “vivienda y servicios básicos” tuvo un incremento interanual del 149%. Mientras la inflación promedio acumuló un 55,9%, el costo de mantener un techo subió tres veces más. Un dato que expone la intencionalidad ideológica del ajuste: los que pagan son, siempre, los de abajo.
Desempleo, endeudamiento y hambre: el cóctel del desalojo
A la par de los aumentos, se desploma la posibilidad de las familias trabajadoras de sostener un alquiler. El 9,2% de los inquilinos está desempleado, el 35,3% busca más trabajo, y el 27,7% tiene un familiar que perdió su empleo. El 67% expresa preocupación por la cantidad de horas que logra trabajar. La desocupación, que en diciembre era del 5%, escala sin freno. Pero el gobierno, ensimismado en su cruzada antisindical y su culto al mercado, apenas si lo menciona.
La consecuencia lógica es el endeudamiento masivo. El 65% de los inquilinos está endeudado, y el 48% está atrasado en los pagos: el 51% en tarjetas de crédito, el 38% en alimentos y el 30% en alquiler. Esta última cifra es clave: casi uno de cada tres inquilinos debe alquileres atrasados, lo cual anticipa que ese 30% que ya dejó la vivienda por razones económicas puede crecer aún más en los próximos meses.
¿Dónde están las políticas públicas? ¿Dónde está el Estado que debería garantizar el derecho a la vivienda? La respuesta es brutal: ausente. Más aún, deliberadamente ausente. Porque la desregulación del mercado inmobiliario no es un error de gestión ni un efecto colateral del ajuste, sino el núcleo del modelo libertario que Javier Milei quiere imponer a sangre y fuego.
El desalojo como política de Estado
La liberalización absoluta del mercado de alquileres, con la derogación de la Ley de Alquileres incluida en el DNU 70/2023, desató una guerra de todos contra todos. La especulación inmobiliaria encontró vía libre para imponer precios exorbitantes, dolarizar contratos y exigir condiciones impagables. El resultado fue previsible, pero no por eso menos trágico: los sectores populares y la clase media baja fueron expulsados del sistema. Lo que antes era una disputa por mejorar la ley, hoy se convirtió en una carnicería social.
El gobierno, lejos de intervenir, celebra este escenario como un “orden natural”. Su doctrina es clara: si no podés pagar, andate. No hay derecho a la vivienda, sólo derecho a la propiedad privada —pero para unos pocos. El resto, que se amontone, que viva de prestado o que se resigne a la calle. En el discurso mileísta, la pobreza es un dato moral, no estructural. Quien no accede a un alquiler “es porque no produce lo suficiente”. Un cinismo brutal que legitima la crueldad económica.
Un país en venta, una ciudadanía desalojada
Todo se da en un contexto aún más escandaloso: mientras los desalojos silenciosos se multiplican, el gobierno porteño subasta inmuebles sin herederos. Sólo entre 2020 y 2024, vendió 455 propiedades, en lugar de destinarlas a alquiler social o vivienda pública. La especulación se impone por sobre la emergencia habitacional. Y en el país de Milei, todo está en venta: los bienes del Estado, las políticas sociales, la dignidad de los inquilinos.
El relato oficial sigue hablando de “casta” y “privilegios”, pero nunca menciona a los grandes propietarios, a las desarrolladoras inmobiliarias o a los bancos que concentran el suelo urbano. Porque el ajuste no apunta a ellos. Todo lo contrario: los protege, los libera de impuestos, los premia. La verdadera “casta” sonríe, mientras el pueblo es empujado al desarraigo.
La Argentina que Milei quiere construir no es una utopía libertaria, sino una distopía neoliberal. El drama de los inquilinos es sólo una de las múltiples caras del ajuste. Pero es, quizás, la más brutal: quedarse sin techo, en un país donde el frío social ya es insoportable. En este escenario, la única salida posible no está en el mercado, sino en la organización. En las agrupaciones que denuncian, en los vecinos que resisten, en los colectivos que exigen una ley de alquiler justa, en los sindicatos que defienden derechos básicos.
Porque cuando el Estado se convierte en cómplice del mercado, sólo la organización popular puede marcar el límite. El drama habitacional no es una fatalidad: es una consecuencia directa de decisiones políticas. Y como toda política, puede ser cambiada. La pregunta es hasta cuándo dejaremos que nos expulsen.
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