El periodista oficialista Luis Majul no pasó el examen psicológico al intentar renovar su carnet de conducir

La fallida renovación de la licencia de conducir de Luis Majul, su airada reacción y las maniobras para revertir el resultado negativo en el test psicológico exponen, una vez más, el doble estándar de quienes militan el ajuste brutal del gobierno de Javier Milei pero exigen privilegios personales cuando los alcanza la ley.

En un país donde las reglas parecen regir solo para los que no tienen poder, el insólito episodio protagonizado por Luis Majul se convierte en una postal perfecta del cinismo que atraviesa al oficialismo libertario. Esta semana se conoció que el periodista estrella de La Nación+, fervoroso defensor del gobierno de Javier Milei, sufrió la retención de su licencia de conducir al no superar el examen psicológico requerido para su renovación. Lejos de aceptar el resultado como cualquier ciudadano de a pie, Majul optó por la pataleta, el llamado urgente al abogado de confianza y un escandaloso operativo para revertir la situación, demostrando que, cuando el ajuste toca sus propios intereses, los libertarios también lloran.

El 23 de abril pasado, Luis Majul se presentó en la sede del Automóvil Club Argentino (ACA) ubicada en Villa Soldati para renovar su licencia de conducir. Allí, debió atravesar los exámenes de rigor, entre ellos el análisis psicológico, imprescindible para determinar la aptitud mental de los conductores. Fue en ese punto donde el periodista, conocido más por su histrionismo televisivo que por su rigor periodístico, se encontró con una realidad difícil de digerir: no pasó el test.

La profesional que realizó la evaluación, señalada por fuentes como una de las más experimentadas del área, decidió retener la licencia del conductor al detectar señales incompatibles con la aprobación del examen. De acuerdo a los relatos que trascendieron en el programa Duro de Domar de C5N, narrados por la periodista Nancy Pazos, Majul no solo se negó a firmar el formulario que documentaba su reprobación, sino que exigió la intervención de su abogado, indignado porque «por unos dibujitos» —en referencia a los tests proyectivos habituales en psicología— se lo considerara no apto para conducir.

Lejos de comportarse con la templanza que suele exigir a la ciudadanía desde su púlpito mediático, Majul entró en una espiral de quejas y presiones. Según detalló Pazos, al día siguiente el trámite fue dado de baja con la observación en el área de psicología, pero luego reabierto en otra dependencia de Avenida Roca. Allí, después de reiniciar el proceso y sortear las instancias burocráticas, el periodista finalmente logró obtener su licencia, borrando, al menos en lo formal, el bochorno original.

Sin embargo, la mancha ya estaba hecha. Y no se trató solamente de un traspié administrativo: lo que quedó al desnudo fue la impunidad con la que personajes como Majul pretenden moverse en un país que, paradójicamente, ellos mismos exigen «ordenar» a fuerza de ajuste, recortes y palos para los sectores populares.

Mientras desde sus micrófonos condena a quienes reclaman sus derechos en las calles, Majul exige privilegios cuando se enfrenta a un obstáculo personal. Mientras exige transparencia y meritocracia para los demás, recurre a maniobras opacas para zafar de una evaluación desfavorable. Mientras milita la eliminación de toda estructura del Estado que proteja a los más vulnerables, no duda en aprovecharse de sus resortes para garantizar su comodidad personal. ¿Qué hay más casta que eso?

Resulta imposible no leer este episodio en el contexto más amplio del deterioro institucional que impulsa el gobierno de Javier Milei. La prédica constante contra el Estado, contra los controles, contra cualquier regulación que limite «la libertad de los individuos», termina, en los hechos, construyendo un país en el que la fuerza, la rosca y la cercanía al poder reemplazan a la ley. Y en esa lógica, Luis Majul no es un accidente: es el modelo perfecto de un comunicador devenido operador, que ya no pretende informar sino blindar a un gobierno de espaldas a la sociedad.

No es la primera vez que Majul protagoniza incidentes que rozan el ridículo, ni será la última. Pero en esta ocasión el episodio golpea en un punto sensible: la aptitud psicológica para conducir un vehículo no es un capricho ni una formalidad. Se trata de una medida de seguridad pública, diseñada para proteger a todos los ciudadanos. El hecho de que un periodista tan influyente, que ha construido su carrera señalando con el dedo a otros, no pueda siquiera superar una evaluación básica, y que luego utilice su poder para torcer el resultado, habla mucho más de él que cualquier editorial pomposa que pretenda leer frente a las cámaras.

La pregunta que dejó flotando Nancy Pazos en su programa («¿Todo esto es cierto, Luis Majul?») resuena con fuerza en un momento donde la credibilidad de los grandes medios está bajo la lupa. ¿Con qué autoridad puede alguien que ni siquiera puede aprobar un examen psicológico básico pontificar sobre el rumbo de la Nación? ¿Qué clase de periodismo representan quienes, frente a un revés personal, eligen la presión y el berrinche en lugar de aceptar las reglas que rigen para todos?

La anécdota del «escándalo de los dibujitos» no es menor. Refleja una lógica profundamente arraigada en el círculo de poder que rodea a Javier Milei: una elite que se proclama víctima mientras ejerce violencia simbólica y real contra cualquier forma de control social. Una elite que desprecia las reglas comunes, pero que se aferra con uñas y dientes a sus privilegios personales.

Hoy, mientras miles de argentinos deben enfrentar recortes en salud, educación y derechos básicos, mientras el Estado abandona sus funciones esenciales bajo la excusa de achicarse, el drama de Majul por no pasar un examen psicológico expone una verdad incómoda: en la Argentina libertaria, la verdadera casta no son los jubilados ni los trabajadores ni los estudiantes. La verdadera casta son ellos. Los voceros del ajuste, los aduladores seriales del poder, los privilegiados de siempre, que ni siquiera son capaces de mirarse al espejo cuando fracasan.

Y entonces, el interrogante se vuelve ineludible: ¿qué seguridad podemos esperar de quienes ni siquiera pueden garantizar la suya propia?

Fuentes:

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