La expresidenta evocó su primer encuentro con Jorge Bergoglio ya como Sumo Pontífice y trazó una despedida cargada de simbolismo, memoria política y sensibilidad humana, en un mensaje que interpela más allá del protocolo.
Cristina Fernández de Kirchner eligió palabras cargadas de afecto, literatura y militancia para despedir al papa Francisco. Con la impronta que la caracteriza, recordó aquel primer encuentro en 2013 donde coincidieron en su amor por Marechal y en la certeza de que la Iglesia debía librar batallas celestiales desde la Tierra. Su mensaje, lejos de ser un adiós institucional, construye una crónica íntima de dos figuras públicas que se encontraron, se reconocieron y caminaron en paralelo en tiempos de confrontación global entre justicia social y capitalismo despiadado.
La expresidenta Cristina Fernández de Kirchner no escribe como una ex jefa de Estado. Escribe, incluso cuando lo hace desde un rol formal, como una narradora de sí misma, como alguien que entiende que las palabras son materia política. Y su despedida pública al papa Francisco no fue la excepción. No fue una oración litúrgica ni una fórmula diplomática. Fue, como tantas veces, una operación de memoria, política y emoción.
“El rostro de una Iglesia más humana, con los pies en la tierra sin dejar de mirar el cielo”, escribió Cristina, encapsulando en una sola frase el drama espiritual, político y cultural que representó Jorge Mario Bergoglio desde que fue ungido como el primer papa latinoamericano de la historia. Pero la clave de su mensaje no está solo en la alabanza, sino en el gesto de traer al presente aquel primer encuentro que compartieron en marzo de 2013. No fue cualquier recuerdo: fue una evocación literaria, una cita cargada de simbolismo ideológico y estético, que trasciende la anécdota para inscribirse en una genealogía compartida.
Cristina contó que le mencionó a Francisco una frase que aún resuena como profecía: “Lo esperaban batallas celestiales”. Y que él, entre risas, le respondió que Megafón o la guerra, de Leopoldo Marechal, era su libro preferido. Allí, en esa escena aparentemente íntima, se desplegó el andamiaje de una sintonía profunda: la de una dirigencia que, más allá de los cargos, se reconoce en la tradición nacional, popular y católica; una tradición que entiende el poder no solo como gestión, sino como cruzada ética, como responsabilidad espiritual ante un mundo donde la injusticia se ha vuelto estructura.
Francisco fue, para Cristina, el rostro visible de esa posibilidad: la de una Iglesia que no se encierra en el dogma, sino que baja al barro, que habla de los pobres y con los pobres, que se enfrenta a las lógicas depredadoras del mercado global. El papa peronista, dirán algunos con sorna o con cariño, según de qué lado del mostrador se ubiquen. Pero ese mote no lo define: lo que lo definió, y lo que Cristina recupera en su despedida, fue su firme decisión de no callar ante los poderes que deshumanizan.
Es difícil exagerar el peso político del papa Francisco en estos años de dislocación global. Su defensa de la justicia social, su rechazo a la guerra, su llamado constante a cuidar la casa común, su batalla contra los abusos dentro de la Iglesia y contra el capitalismo financiero desenfrenado, lo convirtieron en un actor incómodo para muchos, y una brújula moral para otros. Fue todo lo que la derecha internacional detesta: un líder espiritual que cuestiona el orden neoliberal y que habla desde Roma pero piensa desde el sur.
Y eso, claro, también incomodó en Argentina. Francisco fue blanco de ataques mediáticos furiosos por parte de los sectores más reaccionarios, que no le perdonan ni su cercanía con los movimientos populares ni su pasado porteño. Ni hablar de su compleja relación con los gobiernos de Mauricio Macri y de Javier Milei, quienes siempre vieron en él un obstáculo cultural antes que un aliado espiritual. En ese contexto, la despedida de Cristina se vuelve también una forma de marcar territorio: de decir quién fue Francisco, contra quienes lo combatieron.
Pero la nota de despedida no es solo política. Hay en ella una tristeza real, una melancolía que no se disimula. “Te vamos a extrañar Francisco, la tristeza que tenemos es infinita”, escribe la expresidenta, con una honestidad que resiste cualquier lectura cínica. Porque más allá del Papa, se va el hombre que supo mirar a su tierra desde la cúpula más alta del Vaticano sin perder el vínculo con su historia ni con su pueblo. Un hombre que —como Cristina— comprendía que en la batalla por las almas también se juega la batalla por la dignidad humana.
Ese vínculo entre ambos, tejió con los años una relación política de respeto y distancia estratégica. No fueron aliados formales, pero nunca enemigos. Y sobre todo, compartieron un diagnóstico: el de una humanidad rota por la desigualdad, un planeta al borde del colapso ecológico y un sistema financiero desalmado que vacía de sentido cualquier proyecto de comunidad. Por eso, cuando Cristina recuerda aquel primer encuentro y la cita de Megafón o la guerra, no solo habla de literatura, habla de la lucha. Porque Marechal no escribió sobre una guerra cualquiera, sino sobre la guerra interior del alma frente a la barbarie del mundo moderno.
La despedida de Cristina es, así, un texto de múltiples capas. Una elegía personal. Un manifiesto ideológico. Un acto de memoria. Y también una advertencia, sutil pero filosa, frente a un mundo donde la figura del Papa vuelve a estar en disputa. Porque no hay vacío en el poder espiritual: la partida de Francisco deja un lugar que puede ser ocupado por voces mucho más retrógradas, por discursos que reniegan de los pobres, que condenan la diversidad, que sacralizan el capital.
En este sentido, el mensaje de la expresidenta no es sólo una despedida sino una reafirmación: la defensa de una Iglesia comprometida con la justicia, y la reivindicación de un liderazgo que, desde Roma, supo interpelar al poder con una claridad profética. En un tiempo donde el cinismo parece ley, Cristina eligió la literatura, la memoria y la emoción para despedir a un aliado ético. Eligió recordar aquella risa compartida, aquel Marechal común, como si dijera: aquí hubo algo verdadero.
Y quizás ese sea el núcleo del mensaje. Porque en tiempos de relativismo moral, recordar que alguna vez hubo quienes se rieron juntos mientras hablaban de batallas celestiales no es una nostalgia vacía, sino una apuesta a que todavía es posible una política del alma. Una política que, como decía el papa Francisco, “no deja a nadie atrás”. Una política que, como creía Cristina, no se resigna a un mundo dividido entre ganadores y descartados.
Ese es el legado que ambos compartieron. Y eso es lo que, en definitiva, duele tanto perder.
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