UTA, el paro y la obediencia debida: cómo el Gobierno de Milei usa la conciliación para desactivar la protesta social.
La negativa de la UTA a sumarse al paro general de la CGT expone el rol funcional de algunos gremios al disciplinamiento autoritario del Gobierno. Mientras otros sindicatos del transporte se plantan contra el ajuste, el colectivo colectivo se queda en boxes.
El paro general del 10 de abril visibiliza un nuevo capítulo en la estrategia del Gobierno para fragmentar al movimiento obrero organizado. La UTA, acorralada por una conciliación obligatoria impuesta bajo amenaza, se aparta de la protesta nacional. ¿Complicidad o sumisión? Mientras tanto, el resto de los sindicatos del transporte ratifica su voluntad de lucha frente al desguace estatal, la represión del conflicto y la licuación de derechos laborales.
El 10 de abril será una fecha marcada en la historia reciente del sindicalismo argentino. No por la potencia unificadora de un paro general, sino por la grieta cada vez más visible dentro del frente gremial. A la sombra del ajuste brutal comandado por Javier Milei, con una motosierra que no distingue entre jubilados, estatales, docentes o trabajadores del transporte, una parte del sindicalismo eligió plantar bandera. Otra, simplemente bajó la cabeza.
La noticia de que la Unión Tranviarios Automotor (UTA), encabezada por Roberto Fernández, no se sumará al paro de la CGT sacudió el tablero gremial. No por sorpresa, sino por el valor simbólico de la ausencia. En una jornada que buscaba enviar un mensaje de resistencia unificada, la no participación de uno de los gremios con mayor visibilidad en la vida cotidiana de millones de argentinos —los choferes de colectivos— opera como una cuña funcional al objetivo del oficialismo: fracturar, dividir, desgastar.
Desde el Gobierno no se disimula la presión: la Secretaría de Trabajo dictó una conciliación obligatoria bajo la excusa de un conflicto paritario particular, con la clara intención de blindar el transporte público ante la protesta general. Fue una jugada quirúrgica, no sólo por el efecto logístico de contar con los colectivos en circulación, sino por lo que significa políticamente dejar expuesta a la CGT. No se trata simplemente de “cumplir la ley”, como se apresuraron a señalar desde Balcarce 50, sino de imponer un disciplinamiento con ropaje legal para frenar la protesta social.
La respuesta de la UTA no fue de dignidad obrera ni de resistencia: fue de obediencia debida. «No podemos parar porque estamos en conciliación obligatoria», argumentaron ante Infobae, reconociendo tácitamente el temor a las sanciones estatales. Temor que no compartieron el resto de los sindicatos agrupados en la Confederación Argentina de Trabajadores del Transporte (CATT), que ratificaron su participación activa en la medida de fuerza. Desde ferroviarios hasta portuarios, desde aeronáuticos hasta camioneros, todos confirmaron su adhesión al paro, denunciando no solo el ajuste económico sino también la brutal avanzada del Gobierno contra el derecho a huelga.
Juan Carlos Schmid, referente indiscutido del sector, no se guardó nada: “Nuestra área está golpeada por la desregulación promovida por el Gobierno y por los paupérrimos protocolos de seguridad que quieren imponer. Nos enfrentamos a un freno explícito al derecho de huelga”. Palabras duras, pero necesarias, que delinean un contexto alarmante donde se criminaliza la protesta y se niega el conflicto como mecanismo legítimo de los trabajadores ante políticas devastadoras.
En el corazón de esta disputa se juega más que una jornada de paro: se juega la narrativa de quién tiene la iniciativa en la Argentina de Milei. El Gobierno busca proyectar una imagen de control absoluto, de autoridad incuestionable, de “orden” frente al “caos” de los piqueteros, los gremios y cualquier forma de disidencia. Para lograrlo necesita operadores internos que le allanen el camino. Y en este caso, la UTA juega ese rol con una pasividad desconcertante.
La excusa formal esgrimida por el gremio —la conciliación obligatoria en el marco de la discusión salarial— choca con una verdad insoslayable: los trabajadores de la UTA sufren los mismos embates que cualquier otro asalariado. “Los que son asaltados, agredidos, y dejan los riñones en los servicios de larga distancia tienen los mismos problemas que los marítimos, los recolectores, los ferroviarios, los camioneros”, disparó Schmid con razón. ¿Cómo justificar entonces que un gremio de esa magnitud se corra de la escena? ¿Es acaso una muestra más de la crisis de representación sindical que algunos sectores ya no disimulan?
Aún más llamativo es que la conciliación impuesta no abarca todo el país. Algunos sectores advierten que solo rige para el AMBA, por lo que legalmente la UTA podría haber adherido en el interior. Pero ni siquiera esa variante fue explorada. Fernández, el eterno secretario general del gremio, optó por la parálisis. El silencio. La no decisión que, en el fondo, es una decisión: la de no confrontar con un Gobierno que ya dejó claro que no está dispuesto a negociar nada, que no respeta las instituciones laborales, ni la negociación colectiva, ni mucho menos el derecho a huelga.
La división que se vislumbra en la CGT se agudiza con episodios como este. Gerardo Martínez (UOCRA) y Armando Cavalieri (Comercio) ya mostraron su incomodidad con un perfil más combativo de la central obrera. No estarán en la conferencia de prensa ni en la movilización. Argumentan que “no es momento de confrontar” o directamente se excusan con viajes al interior. Lo cierto es que ese sector dialoguista, profundamente integrado al poder económico y al empresariado, hoy actúa como sostén de un modelo de ajuste que dinamita salarios, pulveriza derechos y destruye estructuras estatales.
El caso UTA, en este contexto, no es una excepción: es un síntoma. El síntoma de un sindicalismo que ha sido cooptado o disciplinado por los mecanismos de presión del Ejecutivo, que incluye desde carpetazos judiciales hasta amenazas de intervención. En este clima asfixiante, la protesta se convierte en un acto de coraje. Por eso cobra más valor la decisión del resto de los gremios del transporte de plantarse y decir basta.
La CGT, con sus contradicciones internas, alista su conferencia de prensa en la sede de Azopardo. Allí, según se anticipa, se presentará un documento con los fundamentos del paro y se reafirmará el rechazo a un modelo económico que sólo genera hambre, exclusión y concentración de la riqueza. Será, a la vez, una escena donde la fractura del sindicalismo quedará expuesta, con la ausencia de aquellos que prefieren pactar antes que resistir.
Mientras tanto, en la calle, los jubilados también marcharán al Congreso. Son los mismos que Milei insulta llamándolos «privilegiados», mientras les niega una fórmula de movilidad justa y les recorta medicamentos. Son ellos los que caminan lento, pero firmes, a diferencia de los que se quedan cómodos en sus despachos firmando la rendición.
El paro del 10 de abril no será total. Pero eso no lo deslegitima. Al contrario, lo vuelve más honesto. Porque en este contexto de miedo, persecución y hambre, cada sindicato que sale a la calle lo hace sabiendo que se enfrenta a un poder vengativo. Y aun así lo hace. En cambio, otros, como la UTA, prefieren esperar. ¿A qué? A que todo pase. A que el ajuste se profundice. A que los colectivos sigan circulando aunque el país se hunda.
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