Sergio Maldonado: «Hace tiempo quieren construir ahí un Centro de Esquí»

Las detenciones arbitrarias de brigadistas, la estigmatización de comunidades mapuches y la inacción estatal ante los incendios en El Bolsón revelan una realidad alarmante: la posible connivencia entre el poder político y económico para transformar tierras arrasadas en nuevos centros de negocio.

El Bolsón arde. No solo por las llamas que devoran su biodiversidad, sino también por la indignación de una comunidad que observa, impotente, cómo el desastre ambiental parece ser la coartada perfecta para intereses mucho más oscuros. En medio del humo, emerge una sospecha que se repite cada temporada de incendios: el fuego no siempre es un accidente.

Las recientes detenciones de tres brigadistas, conocidos por su compromiso en la lucha contra los incendios, despiertan más preguntas que respuestas. Liberados dos de ellos tras una ola de repudio social, persiste la detención de uno, mientras se consolida un patrón preocupante: criminalizar a quienes protegen el territorio y encubrir a quienes se benefician de su devastación. Sergio Maldonado, referente local y hermano de Santiago, no duda en señalar el trasfondo de estos hechos. «Siempre es más fácil culpar a los mapuches o a los propios brigadistas que apuntar hacia quienes realmente se benefician de la destrucción del bosque», afirma.

La narrativa oficial se sostiene sobre un delicado equilibrio de desinformación y estigmatización. La ausencia del Estado no es casual ni inúcil: facilita el avance de intereses privados, especialmente aquellos vinculados a desarrollos inmobiliarios y proyectos turísticos. «Hace tiempo que quieren construir ahí un centro de esquí», advierten los vecinos, dejando al descubierto una verdad incómoda: la tierra quemada es más fácil de negociar.

El modus operandi se repite. Tras los incendios, llegan los alambrados, los permisos de construcción y las inversiones extranjeras. Detrás de la devastación, emergen apellidos vinculados al poder económico concentrado, como el del magnate británico Joe Lewis, conocido por sus controvertidas adquisiciones de tierras en la Patagonia. La presencia de «gauchos» que reprimen manifestantes y protegen intereses privados bajo la mirada cómplice de fuerzas de seguridad es solo otro síntoma de un problema estructural: el Estado no está ausente, está al servicio de otros intereses.

El gobierno de Javier Milei, en su cruzada por desmantelar el Estado, parece haber encontrado en la Patagonia un laboratorio perfecto para su experimento neoliberal. La desregulación y la falta de políticas ambientales activas no son errores ni omisiones, sino parte de una estrategia que favorece la expansión de negocios privados a costa del bien común. La criminalización de los brigadistas y la represión de las comunidades organizadas son el brazo ejecutor de un modelo que prioriza el lucro sobre la vida.

En este escenario, la desinformación cumple un rol clave. Se construye un enemigo interno difuso y funcional: el «terrorista mapuche», el «ambientalista radical», el «brigadista infiltrado». La división social se profundiza mientras el verdadero enemigo avanza entre cenizas y negociados. La represión se viste de legalidad, y la protesta, de delito.

Pero la resistencia también crece. Las movilizaciones en defensa del territorio, las redes de solidaridad y la denuncia pública rompen el cerco mediático y desafían la narrativa oficial. En cada brigadista injustamente detenido, en cada vecino que alza la voz, se enciende una chispa de rebeldía contra el saqueo encubierto.

El Bolsón no solo arde por la sequía o el viento. Arde porque hay quienes ven en sus cenizas una oportunidad de negocio. Arde porque el fuego es un arma en una guerra silenciosa por la tierra. Y arde, sobre todo, porque hay quienes se niegan a dejar que las llamas consuman también la memoria y la dignidad de un pueblo que resiste.

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